F. J. Ingelberts
Tres años después, en nuestro aniversario, volvimos a Brujas.
Te mantuve muy cerca de mí todo el tiempo. Recorrimos el mismo trayecto: no
tomamos el bus, preferimos ir caminando de la estación hasta el centro. Igual
que en nuestra luna de miel. Recuerdo que queríamos ir a Venecia pero todos los
vuelos estaban al tope, así que nos sumergimos en el mar de brochures que tenía la agencia de viajes
hasta que encontraste el de Brujas: “The little Venice” decía el título, et voilà.
Si algo te atraía era el agua aunque
no sabías nadar, por eso descartamos las islas y las playas, y pensamos en un
lugar con hartos canales, Venecia nos pareció el más romántico. Pero, como ya
dije, terminamos en Brujas. En estos momentos me pregunto a cuántas ciudades
europeas se les llamará “la pequeña Venecia”, ahora sé que en Amsterdam, cerca
de la calle Zeedijk (donde está el Chinatown) hay un canal al que se le conoce
de igual forma, no me asombraría que en Inglaterra o Francia tengan otra
versión de la pequeña Venecia, “la petite
Venise”, puedo ver los dólares que les llueven a cántaros.
Al llegar al centro de la ciudad tuve
la impresión de haber viajado en el tiempo, todo seguía en su sitio, había sólo
sutiles cambios como, por ejemplo, el edificio donde nos tocó una exposición de
Dalí ahora se había transformado en el Museo Dalí, al que ya no entramos pues
imaginamos que las piezas que vimos la vez anterior seguirían ahí sólo que ahora
permanentemente. Además, tanto dólar con el rostro del pintor en los vidrios me
provocó algo de náusea. Pero eso sí, en esta segunda ocasión fuimos al hospital
de San Juan donde tienen un tríptico de Memling, el ala derecha está dedicada
al Apocalipsis que me puso la piel chinita. Después hicimos una parada en el Groeninge,
lleno de cuadros de los primitivos que son imperdibles; no habiendo tenido la
oportunidad de ir al del Prado, ver El
Juicio Final del Bosco (que también me pone los pelos de punta) aplacó un
tanto mi frustración.
Terminado el recorrido por los museos
salimos y el viento nos golpeó en la cara, había refrescado, lo mismo aconteció
antes pero, esta vez, estábamos preparados aunque la neblina descendiera. Nos
refugiamos en un café y ordenamos una cerveza llamada Brugse Zot, el cantinero
se nos quedó viendo extrañamente al pedir dos copas; verifiqué el contenido de
alcohol, era de 7.5, que sí es mayor a lo que usualmente tomamos pero no es
para tanto, las cervezas trapenses llegan a tener hasta 12 porciento. No le
hicimos caso a sus gestos y brindamos por il
nostro secondo viaggio a Venezia. La verdad, este viaje me estaba agradando
sobremanera. En el primero eras todavía muy joven, yo decía museo y tú
discoteca; yo mejillones y tú hamburguesa; bicicleta contra taxi; cerveza
contra vodka, etcétera, etcétera. Vaya que en estos tres años habías madurado o
al menos te diste cuenta de mis gustos y preferencias. Hablamos sin parar,
dando nuestras opiniones de lo que visitamos durante el día, de afuera nos
llegaba cada cinco minutos el trotar de los caballos que llevan las carrozas
con turistas, el golpeteo de las pezuñas contra la calle empedrada era como el
latir de un corazón metálico o el sonido que produce un reloj descompuesto.
Cuando dejamos de oírlos supimos que se había hecho tarde.
La neblina era muy densa, nos mojaba,
así que tomé el paraguas que de todos modos no servía de mucho, pero qué
importaba, la vista (lo que se alcanzaba a ver) era deliciosa, faltaban unas
cuantas cuadras para llegar al hostal (el mismo de la vez anterior), cruzábamos
los puentes y nos deteníamos a observar el agua, como grandes pozos oscuros
–pensé en los agujeros negros–, seguí caminando y te quedaste atrás, aún
observando el agua, las casas, toda la ciudad que parecía encantada, que nos
tenía fascinados. Me detuve a esperarte pero como no oí tus pasos me di la
vuelta y pude ver cómo te habías trepado al pretil para luego saltar al río.
Igual que hace tres años. Ahora incluso tu recuerdo saltó del puente, ni
siquiera una onda se formó en el agua.
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Autor: Francisco Ingelberts
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