Por: Óscar Édgar López
Zacatecas
Me había invitado mi hija a pasar unos meses con ella y la
familia del esposo al pueblo costero de donde era originario y en donde
habitaba con sus padres, que igual a mí, eran ancianos; mi hija y los tres
niños que el vientre de mi primogénita parió, uno tras otro, hasta ajustar las
edades en diferencia de un año.
Aunque me aburría igual que en la ciudad, pensaba que allá
era más sencillo despejar el tedio, buscando borrachera o haciendo visita a
mujeres de precio justo: cien por una chupada, necesario e higiénico. Jamás
dudé de que si quería divertirme tenía la posibilidad de hacerlo igual que en
la ciudad, sólo que sin esa sensación de moverse por senderos conocidos con los
que las ciudades seden después que la juventud se esfuma y se ha domado la
sorpresa y la curiosidad, hasta que sólo se presentan como repetidas formas que
hemos visto fracasar.
La familia del esposo de mi hija no me cae bien, excepto la
pequeña Misaela que entonces tenia cinco años en el cuerpo pero milenios en su
tierna mollera. Resolvía situaciones complicadas en segundos, con acciones
ingeniosas que sorprenderían a cualquier catedrático de formulario. Por
ejemplo, la vieja a menudo cocinaba recetas que aprendía de los chefs de la
televisión, a veces era tan estúpida que al pretender freír una costilla de
cerdo y no tener una, freía una calabaza, hacía como si fuese carne; Misaela
intervenía, tocaba el vestido de su abuela y le decía, casi como la gerente de
un restaurante: no entiendes que no se cocina así la calabaza, hazla pedazos y
fríelos con camarón. Seguro se pensará en mi ejemplo como uno burdo y sin
fundamentos, pues dirán que los niños son siempre así de temerarios e
ingeniosos, pero considerando los cientos de veces que me salvó de infecciones
estomacales y más aun de engullir platillos que eran experimentos de la loca de
mi consuegra. Una virtuosa de la gastronomía.
Me gustaba jugar con mi nieta a colorear sus libros de
princesas y hadas, salir al litoral para sobar mis tobillos con la espuma; a
ella le daba risa ver a los Martín Pescador correr apurados tras el rastro de
la marea. Era mi cariño hacia la niña aceptado y devuelto, eso me convenció de
seguir un día tras otro en el pueblo. Encontraba, como me parece natural, un
reflejo de mi hija en su hija, esto me inquietó la primera vez que las encontré
juntas al bajarme del autobús, me sentí desesperado de verlas tan similares que
no conseguía detenerme de escrutar su rostro con curiosidad. Los otros dos
niños son unos mediocres, mal abuelo que soy al señalarlos bajo ese sino, pero
siempre me han parecido bobos y toscos como toda la familia del padre.
Mi hija se ofreció para ayudar en mi rehabilitación, fingida
por supuesto, del alcohol y las pastillas, decía que el mar lo curaba todo, la
pobre no hacía sino repetir la carnada fácil de los hoteleros. Pero en algo
aciertan, el mar me calmaba, lo hizo siempre, me sentía en un rito de pleitesía
divina cuando me sentaba en la arena a mirar las luces y las aves; acepté
emocionado, con el plan de estar tranquilo por un rato largo, aunque ya me
incomodaba la idea de tener que soportar al yerno, un ingenuo afortunado al que
mi hija otorgó, con seguridad hechizada, los favores gustosos que proporcionan
los labios vaginales.
Llamé a mi ex esposa para decirle que estaría afuera sólo un
mes, que me dejara el dinero de la pensión sólo un mes, para sobrevivir un
poquito mejor, le dije. Estoy seguro de que se molestó, enseguida fue a buscar
al abogado culero que no ha hecho sino fastidiarme. Pero estuve contento en el
camino a la central camionera, contento cuando compré el boleto y contento
cuando arrancó la maquina, contento desde mi ciudad en el desierto, contento
con el calor de la playa, contento con Misaela y mi hija. Contento, pero sólo
unos cuantos días.
Me llevé una ristra de Alphrazolam y tres arponazos de
Buprenorfina, pero fui un imbécil, debí llevar más para no consumir la terrible
cocaína que vendían los pendejos de la zona. Era audaz a la hora de arreglarme,
decía a mi hija que saldría a caminar un rato con Misaela, y así era, le
compraba un helado grande, el más grande que tuvieran en la tienda, le decía
que buscara conchitas en la arena, me gustaba visitar a un pescador vicioso que
vivía en una playa tranquila, sucia y solitaria, tenía un jacal de palma, había
sillas y hamacas, era agradable para él que le compartiera de mis drogas y el
de de su licor de frutas y su hierba casera. Pasábamos mucho tiempo en ese
lugar, hasta que nos pescaba mi yerno o mi consuegro y se llevaban a la niña,
no sin decirme tantos insultos como a un demonio dominado.
Misaela tenía una tortuga de mascota, era enorme, sesenta de
ancho, no era una tortuga común, había viajado y había crecido en el curso de
once años, estaba vieja, pero era simpática.
Mis consuegros salían todos los viernes quien sabe a dónde,
decían que visitaban a sus parientes tres kilómetros más allá del puerto, pero
jamás les creí; volvían entrada la madrugada, en los hombros cargaban costales
de semillas, manteles, que por estar enrollados, no sabía que adornos los
vestían, además santos y estatuillas de barro negro en los que resaltaban los
rasgos negroides. Pensé que eran santeros, siempre que salían, el sábado en la
mañana antes de levantarme, los escuchaba pasar frente a la habitación donde me
alojaban, ya despierto y al salir del cuarto me embargaba el aroma de guisos
que los ancianos ya tenían preparados. Ya sabía yo un poquito de eso, hubo un
director en la escuela donde enseñé, un cubano que trabó amistad conmigo desde
que me declaré fanático de los boleros; el tipo me invitaba a beber y escuchar
boleros en un giro negro que administraba después del trabajo formal. Me contó
que su madre practicaba la santería, que la gente se escandalizaba con eso y
que y que y que… muchas cosas.
El último viernes que dormí en esa playa, Misaela me pidió
que camináramos y que hiciéramos visita a mi amigo el pescador, pues tenía un
muchachillo de la misma edad con el que se hallaba para los juegos. Pero la
mamá de la niña me había prohibido llevarla a ese lugar, tenía miedo y no era
un desperdicio, la fatalidad lo realizó. Le dije que no podíamos salir en ese
momento, pero me insistía con encono, yo estaba echado en la hamaca, saboreando
aun la comida, tenía calor y sudaba, le dije que iríamos sólo un momento.
El pescador se había tomado litro y medio de licor de frutas
y fumado muchos churros cuando llegamos, me dijo que estaba contento por que la
mujer había heredado unas parcelas de plátano y que tenía que ir al entierro de
su padre. Se acercó a mi hombro y dijo jocoso: volverá hasta el amanecer, ya
vienen mis amigas del congal. Solté una sonrisa nerviosa, ya me esperaba algo
malo. La esposa del pescador dejó al niño, Misaela y él se acercaron a un bote
y se quedaron ahí, jugando.
Terminado el primer vaso de vino aparecieron en la puerta
las tres putas que había invitado mi anfitrión, llevaban minifaldas, estaban
descalzas, una se sentó en mis piernas, como era gruesa me excitó de inmediato,
metí la mano en su vagina velluda, el pescador le mamaba las tetas a la otra,
la tercera se emborrachaba con las piernas abiertas sobre la mesa.
¿De quién es esa niña?, preguntó la que bebía, lancé mujer
que estaba en mis piernas lejos de ahí, Misaela estaba vomitando en la puerta,
se le resbaló de la mano la botella de licor y se estrelló contra el suelo, la
pequeña bebió un trago sustancioso. Me levanté de la silla, desesperado fui a
levantarla, sin saber que hacer me quedé ahí, mirando como ponía todas las
defensas de su cuerpo para resistir el ataque de esa sustancia que le era nueva
y repulsiva. Luego de unos minutos de vomitar, las putas y el pescador
continuaban en lo suyo, llevé a la niña a la recamara de mi amigo y la recosté
en la cama, me decía que le ardía la boca y aquí, señalaba su vientre.
Estaba nervioso, molesto, no podía mirar a la puta que me
había entretenido, ya no me encontraba excitado. El pescador también se había
despegado ya de las mujeres, estaba en el suelo, frente a la botella rota, se
levantó, con esfuerzos me dijo que Misaela no había tomado el vino, él lo tuvo
siempre bajo sus piernas, lo que mi nieta había tomado era una cosa muy
peligrosa. Las putas estaban enojadas porque no les prestábamos atención, pero
cuando el pescador les pidió que se fueran porque estábamos en problemas, las
nobles acariciadoras se ofrecieron para ayudaros. Vamos al hospital, sugerí.
Pero la medicina de los hospitales era inútil, me dijeron que aquel liquido era
el brebaje brujo que la esposa curandera del pescador preparaba para matar
demonios enemigos. Me encabroné más luego de escucharlos, entré en la recamara
pero al intentar sacar de ahí a mi nieta fue imposible, en la cama sólo estaba
un cisne gigante y negro, lanzaba graznidos y chillidos que aturdían.

Las prostitutas y el pescador me sacaron a la fuerza del lugar diciéndome que no debía tocar al pajarraco, que era un espíritu maligno que había entrado en la niña y la había transformado, quizá por su inocencia, en un cisne, pero negro y horripilante por el imperio de fuerzas malditas. Lloré por mi irresponsabilidad hasta que noté que a unos pocos metros se acercaba mi hija, su esposo y los dos viejos, me levanté del suelo en donde había estado chillando, los encaré, pero con vergüenza. Preguntaban por Misaela. Estaba a punto de contarles todo, me rodearon, exigían una respuesta sin más embrollos, pero ya no pude sino alzar la mano, apuntando al cielo: ahí va la niña. Mi yerno, inyectado en ira se abalanzó a mí, de un puñetazo me derribó, en el suelo siguió encajando sus zapatos de gala en mis costillas. El pescador lo separó e intentaba calmarnos a todos. La esposa no llegaría sino hasta dentro de un rato, debíamos buscarla para que revirtiera el efecto, los ancianos, que no tuvieron de otra más que descararse y sacar ahí mismo de una bolsa de mandado tres estatuillas, prendieron aromas y nos corrieron como a una manada de perros olisqueros. Me retiré a un lugar apartado, sobre una roca dejé caer mis nalgas, en el cielo, el monstruo giraba.

Las prostitutas y el pescador me sacaron a la fuerza del lugar diciéndome que no debía tocar al pajarraco, que era un espíritu maligno que había entrado en la niña y la había transformado, quizá por su inocencia, en un cisne, pero negro y horripilante por el imperio de fuerzas malditas. Lloré por mi irresponsabilidad hasta que noté que a unos pocos metros se acercaba mi hija, su esposo y los dos viejos, me levanté del suelo en donde había estado chillando, los encaré, pero con vergüenza. Preguntaban por Misaela. Estaba a punto de contarles todo, me rodearon, exigían una respuesta sin más embrollos, pero ya no pude sino alzar la mano, apuntando al cielo: ahí va la niña. Mi yerno, inyectado en ira se abalanzó a mí, de un puñetazo me derribó, en el suelo siguió encajando sus zapatos de gala en mis costillas. El pescador lo separó e intentaba calmarnos a todos. La esposa no llegaría sino hasta dentro de un rato, debíamos buscarla para que revirtiera el efecto, los ancianos, que no tuvieron de otra más que descararse y sacar ahí mismo de una bolsa de mandado tres estatuillas, prendieron aromas y nos corrieron como a una manada de perros olisqueros. Me retiré a un lugar apartado, sobre una roca dejé caer mis nalgas, en el cielo, el monstruo giraba.
Un temblor bajo la arena sacudió mi cuerpo, el ave había
caído en picada, al momento de estrellarse desapareció. Las putas, que no se
habían movido para nada en más de dos horas, corrieron para atender a Misaela,
que había emergido de la entrañas del espectro montada en la vieja tortuga, con
su cuerpo desnudo, sonreía sin hacer caso a la congoja evidente de los que la
rodeaban.
Me ignoraron desde entonces y preferí largarme. En la noche,
después de fingir que estaba aún apenado me puse a lavar los trastes, a hacer
como que limpiaba por ahí. Luego aproveché que se habían acostado, le eché un
lazo a la tortuga gigante, la metí en un saco de lona y, con un poco más de
buena suerte que por fortuna me invadió ese día, conseguí sacarle al viejo, de
su pantalón, las llaves de la cascada camioneta, me monté en ella y la encendí.
Escuché los gritos, incluso pude ver que me lanzaban rocas enormes consiguiendo
sólo más abolladuras para su auto.
En una playa lo suficiente lejos del peligro bajé a un
restaurante, vendí la tortuga en quinientos pesos, después abandoné la
camioneta en un camino que se internaba en la jungla, ahí se detenía un autobús
hasta la próxima central.
En la ciudad me gustaría tener una Misaela, sólo para
llevarla a pase
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