Por: Gustavo Santillán
Nación liberal de pasado puritano, Holanda ofrece no
sólo atractivos turísticos sino también instantes de interrogación y momentos
de placer. Italia o España, Francia o Portugal son naciones encantadoras en
cuyo pasado nos reconocemos y de cuyo presente nos regocijamos. Aunque
distintas, son culturas relacionadas con la nuestra. En primer término, nos une
un parecido en el lenguaje, esa sorprendente forma en que no sólo comunicamos
lo que pensamos sino por medio de la cual sentimos lo que somos. Estos pueblos
formaron parte del imperio romano. En contraste, países como Holanda
permanecieron fuera de la órbita latina. Por esta causa, visitar Amsterdam
provoca una sensación extraña: estamos dentro de una ciudad y una
civilización de raíces realmente
distintas a las nuestras.
Así, descender del avión en su moderno aeropuerto es
entrar en contacto con una lengua que para un mexicano es difícil comprender y
pronunciar. Ahí no es fácil entender palabras sueltas e incluso ciertas
oraciones como en Roma o París, aunque sabiendo un poco de inglés no hay mayor
motivo para preocuparse. La capacidad de los holandeses para hablar otros
idiomas es realmente extraordinaria.
El trayecto del aeropuerto al hotel provoca una
primera sorpresa: el clima. Amsterdam, por lo menos en invierno y, según me
dijeron, todo el año, sufre de lluvias sorpresivas y experimenta nublados
permanentes. Recuerdo la risa casi inacabable del chofer al preguntarle cuál
era la época de lluvias. Asimismo, desconcierta el que pocas veces durante el
día pueda verse el sol o al menos una luz directa no filtrada por las nubes
provenientes del tempestuoso mar del Norte. Para un mexicano, acostumbrado a un
amanecer luminoso y a un crepúsculo radiante, nada más distinto que las auroras
y los ocasos de Amsterdam. Amanece aproximadamente a las ocho de la mañana y
anochece prácticamente a las seis de la tarde. Días cortos pero intensos vive
esta ciudad donde el comercio de mercancías es tan común como el comercio de
los cuerpos. Amsterdam es una urbe de días cortos y noches largas, de frágil
luminosidad y de una gozosa oscuridad.
La arquitectura predominante es ante todo gótica:
casas de tres o cuatro pisos de ladrillo rojo con sótanos y áticos. Amsterdam
es una ciudad de poco color en sus calles y días, pero enormemente rica en el color
de sus hombres y mujeres. Blancos y negros, asiáticos y latinoamericanos
conforman el enorme mosaico de la población local, donde la convivencia de
distintas razas ha provocado también casos nada infrecuentes de mestizaje. Si
la naturaleza de Holanda es monocromática, su población es multicolor. Ojos
azules y cabellos rubios contrastan con ojos rasgados y rostros cobrizos. La
coexistencia no sólo es armónica sino complementaria. Al igual que en otros
países industrializados, los inmigrantes, provenientes en muchos casos de las
antiguas colonias, ocupan los trabajos que los holandeses no toman.
Amsterdam es deslumbrante no tanto por la arquitectura
de sus edificios como por la convivencia entre sus habitantes. Puerto comercial
y ciudad tolerante, ha acogido a hombres perseguidos que han fundado aquí una
sociedad de ciudadanos libres. Se pueden visitar las casas de filósofos como la
de René Descartes, o de judíos acosados como la de Ana Frank. El recorrido por
los pequeños cuartos donde se escondió la gran niña hebrea es tierno y a la vez
inquietante: podemos aún sentir tanto sus juegos silenciosos como sus
reflexiones diarias.
En Amsterdam la diversidad de lenguas se escucha especialmente
en los cafés. Ahí se consume una enorme variedad de estupefacientes prohibidos
en otros países. La canabis es muy popular. Palabras y sensaciones se alternan
en estos lugares que hay para distintos presupuestos. En las calles, gente de
color ofrece no sólo en la noche sino también durante el día drogas como la
cocaína o el éxtasis. La policía hace rondines frecuentes pero prácticamente
inútiles: no detiene a nadie por vender estupefacientes en la calle.
Un sitio fundamental es sin duda Dam Street. Es la
plaza principal de la ciudad. El Palacio Real está a un costado y se puede
penetrar en su interior. Dam Street es el lugar de reunión por excelencia de
los holandeses, ya sea para celebrar el triunfo de la selección de fútbol o
para vitorear a la dinastía de Orange, la popular casa real del país y donde la
fiesta más importante es el cumpleaños de la reina madre. Los habitantes de
Amsterdam la conocen simplemente como Dam. Por cierto, celebrar el año nuevo en
Dam es una experiencia incomparable: en medio de una ligera nevada y de un
fuerte frío se baila entre un calidoscopio de personas y pasiones al ritmo de
la música electrónica. Se puede saltar y tomar, celebrar y gritar sin tapujos y
sin excesos. Si Amsterdam es una fiesta permanente, la celebración del año
nuevo es una fiesta casi interminable.
Una estancia en la ciudad implica más de una visita a
sus famosas vitrinas. Escaparates adecuadamente iluminados ofrecen cuerpos
excepcionales tanto para los amantes de la belleza como para los aficionados a
la perversidad. Aquí la belleza es plural como plural es el deseo: mujeres tan
delgadas que quizá han pasado por la anorexia o que sufren de bulimia, cuerpos
blancos como la nieve que cae de manera incesante o carnes obscuras como las
noches iluminadas por el deseo. Por algunos euros, no pocos, se entra en los
aparadores para un masaje y dependiendo de la cantidad tal vez para alguna
forma de relación más íntima. Las mujeres de los aparadores son profesionales
de la coquetería: la seducción es su trabajo. Ríen y sonríen, mandan besos y
reciben piropos, hacen insinuaciones y marcan tarifas. Casi desnudas en medio
de la nieve y casi felices en torno de los clientes, no obstante, por momentos
desprenden miradas no de arrepentimiento pero sí de cierta melancolía: la
profesión del placer no es siempre una profesión placentera.
La ciudad vieja tiene calles angostas donde no hay
banquetas y amplios canales donde hay pocas embarcaciones. Amsterdam fue
construida no junto, sino literalmente sobre el mar. Los canales son realmente
bellos y un tanto románticos: evocan un pasado de gloria mercantil. No es
difícil imaginar a Rembrandt en torno de sus aguas, al acecho de una apariencia
maravillosa o de una realidad oculta a la mirada común. Venecia sin sol, el
casco antiguo de Amsterdam es relativamente pequeño: lo marcan los canales,
construidos en forma semicircular a lo largo de la urbe. En contraste con
Venecia, los canales son drenados a diario con enormes cantidades de agua
limpia: no son hediondos y sí muy limpios. En realidad, la ciudad entera es
impecablemente pulcra no sólo por la eficiencia de los servicios de recolección
de basura, sino por la cultura ecológica del país. Aquí el turista se encuentra
en la cuna original del capitalismo burgués; no el capitalismo del derroche
norteamericano, sino el de Max Weber: ahorro y austeridad. Es una ciudad
burguesa en el sentido original de la palabra: rica en dinero, cómoda en lo
material, pero nada ostentosa en el detalle y poco aficionada a lo superfluo.
Los centros comerciales más significativos carecen del lujo, ya no digamos de
los norteamericanos, sino aún de los mexicanos. Ciudad de hombres pragmáticos y
construcciones austeras, aquí la abundancia no se expresa por medio del
derroche sino a través de la educación. En la principal calle comercial de
Amsterdam, Kalverstreet, se pueden comprar corbatas italianas y tenis
norteamericanos, sweters y abrigos, pero también objetos culturales: libros y
revistas, mapas y discos. Aquí la lectura es efectivamente parte de la cultura
en su sentido más amplio: una manera de vivir y una forma de convivir.
Las noches de Amsterdam son noches de libertad, de sensaciones provocadas por la droga y
placeres generados por el sexo, de vino europeo y cerveza alemana, de
prostitución femenina y fiesta homosexual. En suma, un espacio propicio para
hacer nuevas amistades, tan duraderas como la vida o tan intensas como la
noche. Aquí la oscuridad no oculta lo prohibido: es el escaparate transparente
de lo permitido: discotecas llenas de hombres solitarios y bares repletos de
parejas amorosas, con frecuencia inmigrantes. Una visita es muy poco tiempo
para decir algo valioso sobre el carácter de la gente. Pero no es difícil
percibir en los holandeses una actitud poco efusiva, sobre todo en comparación
con los hispanoamericanos. Por las calles y los canales se observan pocas
parejas haciendo público su amor. Quizá más que fríos son sobrios, y más que
sobrios, discretos.
Ciudad calvinista por antonomasia, junto con Ginebra,
Amsterdam no es ya una ciudad religiosa. Debido a la prohibición iconoclasta de
hacer o portar símbolos religiosas, ni las personas ni las iglesias hacen
profesiones públicas de fe. La principal iglesia calvinista de la ciudad, Oude Kerke,
es una construcción que sorprende no por su magnificencia sino por su
sencillez. Ubicada en el centro del casco viejo de la urbe, ofrece una
experiencia inquietante, a causa de su fe protestante, para turistas más
acostumbrados a las soberbias catedrales españolas o a las barrocas iglesias latinoamericanas.
No deja de ser curioso que este antiguo eje de la espiritualidad calvinista se
ubique en el centro de las calles y los canales donde más abundan las vitrinas
y las tiendas de objetos sexuales, la venta de drogas y los espectáculos
eróticos. En suma, este templo de la fe y la espiritualidad reformada está
rodeado, sobre todo durante la noche, por el espectáculo de la carne y la
lujuria.
El mercado de flores evoca la magia de las leyendas.
Los tulipanes negros fueron hace siglos una maravilla y son ahora una presencia
constante. Metáfora transparente del romanticismo de la flor y del misterio de
la noche, de la perfección pasajera de la vida y de la perfección
indestructible de la muerte, son prácticamente el símbolo de la ciudad.
El barrio de las vitrinas y Dam Street son ejes
fundamentales de los atractivos turísticos de la ciudad. Pero el verdadero
centro neurálgico de la vida cotidiana es Central Station, punto del cual parten o al cual llegan los ferrocarriles
del eficiente sistema de transportes de toda Holanda. Ahí ya todo está
automatizado: en especial, la compra y reserva de boletos. País
territorialmente pequeño, posee el mejor sistema de transportes del mundo. Los tranvías ocupan grandes espacios en las
vialidades urbanas. Asimismo, las bicicletas son sumamente populares: tienen
vías propias y pueden atropellar a algún distraído que invada su espacio. Los
autos no son los dueños de las calles: se podría decir que las vialidades están
construidas para desalentar su uso.
Amsterdam es una ciudad moderna por su tecnología y
ecológica por sus transportes, austera en sus construcciones y liberal en las
costumbres, capitalista por su comercio y calvinista por su pasado, tolerante
con las ideas y amable con las personas. Para filósofos como Baruch Spinoza,
era el refugio por excelencia de los hombres perseguidos, lo que la hacía el
centro universal de la inteligencia libre. Más allá de lo que un viaje pueda
decir, es evidente que Ámsterdam, y con ella Holanda, es lo más parecido en el
mundo a un espacio efectivo de autonomía individual, sea para el pensamiento o
para el placer. En Amsterdam se intuye con cierta nitidez que tanto la lujuria
como la libertad son los reversos de una misma moneda, puesta en nuestras manos
por un azar casi divino al cual llamamos, simplemente, vida.
0 comentarios