Por: Jonathan Minila Alcaraz
Un peldaño más, y otro, y otro…
El
tiempo había perdido su color; igual la vida. El silencio se rompía únicamente
con el ruido de sus pasos, que cada vez eran más débiles. ¿Cuánto había bajado?
No importaba. Lo único que lo mantenía de pie era la esperanza de llegar al
final de esa escalera interminable, que seguramente lo llevaría al infierno. Y
eso quería. Conocer el motivo de su delirio; descansar de aquella tortura sin
nombre que había comenzado un día cualquiera: El ruido del despertador, el
baño, la loción, el traje que vestía todas las mañanas, la cortina, el golpe de
la puerta al salir del departamento. Luego unos pasos, los mismos que había
dado tantas veces, y la escalera, el comienzo; el primer escalón y ahora esto:
un hombre desecho; desquiciado por el rencor contra sí mismo por no querer
detenerse. Por no poder. Por aferrarse a algo inexplicable. Y es que a cada
peldaño el barandal se alargaba más y más hasta la sombra, mientras su estupor
crecía. Hubiera sido muy fácil derrumbarse ahí, en un espacio desconocido, pero
él no. Decidió continuar luchando contra la penumbra; contra su deseo de
alcanzarla y ser parte de ella para descansar de una vez por todas de ese
martirio, de esa ruina del alma que era la angustia por no llegar a ningún
lado; por no poder salir de ahí, donde no había nada más que él y sus pasos, y
esa escalera que era el camino a ningún lugar. Por que en eso se había
convertido el descenso de todos los días. En una angustia interminable, sin
ventanas, ni puertas. Nada. Sólo eso y el muro que se extendía a la par de sus
pasos y lo atestiguaba todo. Ciego, voraz, lo tragaba sin importarle su dolor;
sin compadecerse de él. ¡Ay!, cuántas veces había estado tentado, luego de
tanto andar, a entregarse. A sentarse y apoyarse en sus brazos para dormir, y
quizá regresar. No; él no. Siguió, siguió, y siguió; como si alguien guiara sus
pasos y lo mantuviera ahí, bajando, olvidándose del pasado; llevando su cuerpo
al nido de lo desconocido sin pensar en ninguna otra cosa. ¿Volver atrás? Eso
nunca. Estaba perdido en la lucha contra sí mismo, en ese muro blanco, en esos
peldaños interminables y ese barandal infinito. Temía y deseaba descender más,
y seguir en aquel lugar que ya no era el que conocía; el que miraba siempre.
Eso había quedado arriba, muy arriba; ahí donde aún ladraban los perros, y se
escuchaban las voces de los vecinos. Para él eso había terminado. Ahora debía llegar
a ese lugar cualquier que fuera. Debía continuar el camino sin esperar nada,
soportando la ansiedad que le derretía el alma, y debilitaba sus piernas. Nada
es para siempre, lo sabía bien; se lo repetía a cada instante, cuando el agotamiento
lo orillaba a entregarse sin dignidad; cuando al final de cada tramo todo
comenzaba de nuevo. Entonces sin separar su mano del barandal, respiraba hondo
y avanzada deseando que este fuera el último. Por que ya no podía más. Su barba
había crecido; su ropa se había gastado casi hasta desaparecer. Cada vez menos
los recuerdos lo acosaban y se perdían como todo. Como los sueños, como la
esperanza y la vida que quizá tuvo alguna vez. Todo había muerto. Ahora lo
único era seguir y entregarse a su propio laberinto sin detenerse nunca. Como
si sus pasos marcaran el ritmo del tiempo que no debe detenerse; al contrario
de los corazones que lo hacen algún día.
Así
siguió hasta que comenzó a suceder de nuevo; igual como había pasado antes,
cuando las puertas dejaron de aparecer, y las ventanas, y todos los sonidos. El
muro cambió de forma y el espacio para estar de pie se hizo más estrecho. En un
momento tuvo que agachar la cabeza, y luego caminar de lado. Por ultimo comenzó
a arrastrarse sintiendo el golpe de sus huesos contra los peldaños que seguían
naciendo sin piedad. El barandal se hizo cada vez más delgado, hasta que desapareció.
Ahora estaba en un pasadizo por el que bajaba como gusano; moviendo su cuerpo
que se agitaba con cada escalón. La
oscuridad comenzó a acosarlo y el muro blanco se volvió negro. Dejo de ver sus
manos, y no escuchó su respiración. Su corazón no latía. Dentro de su cuerpo
todo comenzó a detenerse. Quiso llorar y desgarrarse la cara, y dejar de ser
quien era. Quiso volver a nacer y jugar de nuevo como ya había olvidado. Sin
embargo continuó. No se dejó vencer, y siguió bajando hasta que vio algo y se detuvo.
Todos los párpados de la tierra hicieron una pausa. Era una luz. Se derrumbó
por primera vez, y cerró los ojos. Ahora sí los recuerdos lo acosaron. Los
besos de su madre, sus hermanos, las peleas, las comidas en la cocina; su
primer amor, su mejor amigo, la primera fiesta; su boda, los paseos, los hijos,
los nietos. Todo vino de pronto revelándole su vida, entregándosela un solo
instante, por última vez. Ahí lo entendió todo, y le dio miedo. Abrió los ojos
y volteó atrás. Era un engaño. Aunque hubiera intentado volver no habría podido
hacerlo. Era inútil; debía entregarse como todos lo haremos algún día. Y
comenzó a avanzar. Descendió los últimos peldaños, y cayó.
Era
una sala enorme, blanca. Una infinidad de cuerpos desnudos yacían tendidos como
si durmieran. Niños, niñas, mujeres, hombres; hasta perros y gatos. Era un mar
de seres que parecían estar muertos, y lo estaban. Se agachó, alzó la cabeza de
un hombre y lo reconoció; era su abuelo. A un lado alzó el rostro de una tía
que ya casi no recordaba. Luego a su madre, y a su hermano, y a todos aquellos
que habían dejando el mundo alguna vez, rompiéndole el alma. Hasta Ponky, su
mascota durante quince años, estaba ahí. Se miró el cuerpo y, efectivamente, estaba
desnudo; sus ropas habían terminado por ceder. Se tocó el corazón, y no latía.
Hizo conciencia y escuchó de nuevo las palabras que su abuelo le había dicho
hacía tantos años: Uno elige el camino, y el lugar donde desea descansar.
Caminó saltando cuerpos, y encontró un espacio libre; el preciso para su
cuerpo. Se sentó, estiró las piernas, echó un último vistazo y se acostó.
Mantuvo los ojos abiertos por un rato. Se puso en una posición cómoda y abrazó
el cuerpo que tenía enfrente, sin importarle de quién era; cerró los ojos. Su
cuerpo maltratado se relajó y su respiración se detuvo. Luego durmió, y durmió,
y durmió; hasta nunca despertar.
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