Si
todo tiene un propósito, el del teatro es ofrecer grandes representaciones
(Eric Bentley)
La
representación de una obra de teatro se convierte en un momento expectante, de intriga. El público asiste porque no sabe qué encontrará, porque nos gusta descubrir historias, porque
nos descubrimos voyeuristas. El público está
a la espera de que ocurra algo. Sin
embargo, no siempre es así. Algunas veces nos descubrimos en una historia que no
produce ese momento buscado, y no es (en ocasiones) por culpa de la dramaturgia
ni del planteamiento escénico, sino del que representa, el portador de la
historia a través de la palabra: el actor.
¿Cuántas veces no habremos topado
con historias que resultan por demás interesantes y que sin embargo, al estar
observando la puesta (y apuesta del director) nos parece intrascendente y hasta
aburrido?
El actor suele no ser consiente del peso que
en él lleva. Él (ella) es el contador de la historia, da la cara por el
director, por el dramaturgo, por el de iluminación y el de vestuario. El maquillaje lo porta él y no
el que lo diseñó. La música está para apoyarlo a él. Todo gira en torno suyo y
sin embargo, no es consciente de su
misión: dar vida. El espectador, consciente de la ficción, busca verdad
en lo que observa. El espectador se vuelve cómplice, observa y acepta los
códigos. Acepta la ficción como verdad. El actor, protegido por su entorno,
entonces debería cumplir su labor y sin embargo, en infinidad de ocasiones no
lo hace. Quizás le falta fé en su profesión. Quizás le falta tiempo para
comprender al personaje. Quizás continuamente
falta verdad en la palabra. Es entonces cuando un suceso memorable se convierte
en un lapso de aburrimiento.
El espectador ve, pero no observa, puesto que lo
que está frente a él pierde importancia. Sí, habrá producciones que apoyadas en
la tecnología suprimen al actor y envuelven al espectador en un sinfín de
imágenes espectaculares, pero para eso
mejor el cine. No se trata de algo cósmico, ni de exorcismo para lograr dar
vida. Se trata de técnica en tanto conciencia del actor. Se trata de
comprensión y aprender a escuchar. El personaje debe producir expectación en el
que observa aunque el que lo interpreta no lo haga en su vida. Debe proyectar
fuerza, no en el grito si no en su presencia, pero gana el conformismo que
limita la interpretación. El público, por ser agradecido, aplaudirá, aunque en
esa hora no haya ocurrido nada, sin
embargo no trascenderá en su inconsciente, no provocará conflictos y no será un
suceso.
La palabra del actor tiene peso. En una hora o dos que dura la
representación, él es quien impone las reglas, quien construye su mundo. Si
la palabra no afecta al personaje, mucho menos lo hará con el espectador. La
palabra pesa cuando se dice con verdad, cuando construye imágenes, cuando
captura al que escucha y no le permite distracción. No se trata de encontrar
las virtudes en el actor. Se avanza al enfrentar los defectos, al trabajarlos.
Quizá habrá cantantes que actúan y al momento de interpretar una melodía
sublimen al público, o músicos que interpreten con su instrumento una escena
provocando atención en el espectador, pero al momento de “soltar” el parlamento
es evidente la falta de sinceridad y verdad del personaje. La palabra toma
forma en tanto quien interpreta se lo permite.
Si la palabra
no tiene un peso, las expectativas del público quedarán en eso, sólo
expectativas de que ocurra algo que nunca ocurrirá.
Iván Guardado: Dramaturgo y
director teatral.
0 comentarios