Por Ángel Mendoza Cruz
Esos ojos que se ven,
no miran. Pertenecen a un ciego, cuyo sombrero no le hace sombra para cubrirle
la cara. Tiene expandidas las aletas de la nariz y una barba descuidada de
barios días; un ojo cerrado, el otro, abierto, pero en blanco. Carga
instrumentos musicales.
El hombre aparece en
una de las fotografías tomadas en 1949 por Luis Buñuel durante sus caminatas a
través de los arrabales de la ciudad de México. El director recorre Tacubaya y
Nonoalco para documentarse y crear Los
olvidados (1950).
Junto con el
guionista Luis Alcoriza y el escenógrafo Edward Fitzgerald, el cineasta se
disfraza para andar por los suburbios y observar la realidad. Indaga en los
archivos del tribunal para menores y revisa con atención los periódicos.
A la mitad del siglo
XX, en el país se pregona la industrialización, el desarrollo y el progreso. El
gobierno de Miguel Alemán hace alarde de la urbanización. Tal optimismo presidencial
choca de frente con una obra de arte; la palabrería se hace añicos.
La película muestra
el México de la miseria. Buñuel no endulza la historia ni pretende complacer al
espectador. No deja lugar para un mundo maniqueo: “En mis películas nadie es
fatalmente malo ni enteramente bueno”, explica en Prohibido asomarse al interior.
No hay cabida para
los pobres felices de su miseria, porque se saben merecedores del cielo. No
existen carpinteros enamorados ni borrachas simpáticas ni cualquier otro
marginado que canta a la menor provocación. Tampoco los ricos surgen con
cuernos y cola ni piden un rinconcito junto a los desarrapados.
Ya desde su rodaje, la
cinta provoca molestias entre el equipo de trabajo. Le reclaman al cineasta no
mostrar las Lomas de Chapultepec; le recriminan por construir una mentira: una
madre mexicana que no quiere a su hijo.
Hay renuncias de
colaboradores y también quienes se niegan a que su nombre aparezca en los
créditos, pues sienten a la película como un agravio contra la inmaculada
patria. No soportan ese reflejo de la realidad nacional proyectado sobre la
pantalla de cine.
Por dirigir Los olvidados, Luis Buñuel cobra dos mil
dólares; esta producción de Óscar Dancigers, la filma en 21 días. La estrenan
el jueves 9 de noviembre de 1950 en el cine México, cuya entrada cuesta
entonces 5 pesos. El sábado sale de cartelera.
De ese episodio, el
realizador rememora: “Dancigers no quiso asistir al estreno porque temía la
respuesta del público. Era muy buen amigo, pero se acobardaba ante estas cosas.
Yo fui al cine México por la noche y encontré cien personas en la sala, y no
había ni un amigo, ni un conocido, ni gente del cine, ni siquiera los actores
de la película. A la salida todos tenían cara de entierro. Y en seguida empezó
la prensa a zumbar en contra.”
La molestia de
sindicatos y periodistas es feroz; incluso se llega a pedir la aplicación del
artículo 33 constitucional contra el director, por ser un extranjero
indeseable. Pero les falla, pues él ya es ciudadano mexicano desde 1949.
Herido hasta lo hondo
de su México lindo y querido, Jorge Negrete, entonces líder de la Asociación de
Actores, encara al director y le da una muestra de su luminosidad charra: “Si yo llego a estar en México esos días,
usted no habría hecho esta película.”
En Mi último suspiro, memorias Buñuel, se
halla una explicación para esos comportamientos: “Uno de los grandes problemas de México, hoy como ayer, es un
nacionalismo llevado hasta el extremo que delata un profundo complejo de
inferioridad.”
El fracaso en las
salas mexicanas sólo es superado gracias a las palmas francesas. La película es
exhibida en el Festival de Cannes, pese a la molestia del embajador Jaime
Torres Bodet, quien también la considera un ataque contra el orgullo nacional.
Sin embargo, Octavio
Paz, agregado en la sede diplomática, escribe “El poeta Buñuel”, texto que
personalmente distribuye en la entrada de la sala de exhibición. Jean Cocteau
firma el programa de mano en el que se imprime un poema de Jacques Prévert.
En una carta fechada
el 11 de abril de 1951, el poeta y ensayista mexicano le relata al cineasta algunos
detalles del estreno en Cannes: “El público aplaudió varios fragmentos: el del
niño, la escena erótica entre el Jaibo y
la madre, la del pederasta y Pedro, el diálogo entre Pedro y su madre, etc. Al
final grandes aplausos. Pero, sobre todo, una profunda, hermosa emoción.
Salimos como se dice en español, con la garganta seca. Hubo un momento, cuando
el Jaibo quiere sacarle los ojos a Pedro que algunos sisearon. Fueron acallados
por el público. Los comentarios no pueden ser más entusiastas.”
Gana el premio por la
dirección. Con Los olvidados, Buñuel resurge
del olvido internacional en el que había caído. Mas, para el creador, son
lamentables los subtítulos agregados a su cinta por los distribuidores
franceses: ¡Perdónalos, Dios mío! o Piedad para ellos. Ambos le resultan
ridículos y vergonzosos.
Con el reconocimiento de Francia, la
película regresa a México a la entrega de los Arieles en 1951. Los
rabiosos nacionalistas tienen que tragarse sus palabras. Obtiene 11 de las 18
estatuillas entregadas a lo mejor de 1950, cuando la industria cinematográfica
mexicana produce 123 largometrajes, los más de éstos, “churros”.
Para leer la segunda parte de este artículo visita: Los memorables Olvidados de Buñuel II
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