Subió las escaleras sin sentido. Volvió la
mirada a la joven que conversaba con la anciana del hall. No sintió nada.
Siguió ascendiendo, un... dos... tres... treinta peldaños. El hábito de fumar
lo estaba ahogando, subió sin aire. Malditos ascensores, otra vez
descompuestos.
Intentó saludar a la vecina del segundo, no pudo decir palabra. Llegó al
cuarto, jadeando se metió en su departamento y se echó en el sofá. Cerró los
ojos, el sudor se congeló en toda su piel. Cuando despertó, ya amanecía... Ella
ya no estaba y sus cosas tampoco.
En un rincón oscuro, lo esperaban sus Gitanes y el encendedor. En el otro extremo de la sala, el nebulizador y Ventolín. No llegó a caminar desde el diván, cayó sobre la alfombra donde lo encontré inerte al siguiente día.
Hace varios años que visito su tumba en las afueras de Buenos Aires... Mis bolsillos están vacíos, en mi saco sólo llevo caramelos, cigarrillos nunca más. En la piedra sin epitafios hice escribir su nombre y la fecha en que nacimos, mellizos, dos de enero de mil novecientos cincuenta y seis.
En un rincón oscuro, lo esperaban sus Gitanes y el encendedor. En el otro extremo de la sala, el nebulizador y Ventolín. No llegó a caminar desde el diván, cayó sobre la alfombra donde lo encontré inerte al siguiente día.
Hace varios años que visito su tumba en las afueras de Buenos Aires... Mis bolsillos están vacíos, en mi saco sólo llevo caramelos, cigarrillos nunca más. En la piedra sin epitafios hice escribir su nombre y la fecha en que nacimos, mellizos, dos de enero de mil novecientos cincuenta y seis.
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Ana Callegaris. Soy microcuentista de la ciudad de Santa Fe, 470 km al norte de Buenos Aires, Argentina. Tengo 39 años y amo escribir. Me dedico a los cuentos, homenajes y especialmente, al microcuento que nació como una corriente literaria de fines de siglo XX -se dice que en Venezuela- para que los adolescentes y jóvenes leyeran más.
Me parece muy bueno
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