Las pretensiones de la literatura


Por Alberto Ortiz

La literatura finge con la verdad, seduce a los sentidos, siempre dispuestos a un ilusionismo edificante. Las intimidades se exteriorizan; no sólo se hace literatura para uno mismo, se comparte a la “otredad”, para hacer patente el entendimiento, o por lo menos la aprehensión de una situación que arranca del "yo", la memoria, el prejuicio, la vivencia fatal y un sin fin de ficciones y verdades que tienen la posibilidad de encarnar y desenmascarar nuestros sentimientos más recónditos, pero siempre latentes, los mismos que, de acceder a una tácita realidad, nos harían rasgar las vestiduras o florecer en la conciencia mejor evolucionada de la humanidad.
Está claro que las conceptualizaciones del quehacer literario se modifican de acuerdo a la época, la situación social, el crítico en cuestión y muchos otros aspectos que las determinan y modifican. Afortunadamente, nuestro tiempo nos ha planteado novísimas propuestas artísticas y teóricas en este campo. Hemos recorrido -con el acercamiento a la literatura mundial, las herramientas para su estudio y nuestro bagaje cultural- la sustancia fresca del tiempo alargado y estático que las letras ofrecen, la introspección íntima de los procesos mentales y sentimentales, las paradojas internas (las dos, las de los autores literarios y las del lector), el resquebrajamiento y reedificación de conceptos auxiliares para comprender el inmenso corpus creativo y una serie casi infinita de reconsideraciones, desconsideraciones e inequidades de esta seudo realidad llamada vida y de nuestra otra realidad llamada literatura.
La literatura nos permite un inicial acercamiento a la identidad perdida, es el primer peldaño de la reconvención, una captación ultra sensorial cuyo "darse cuenta" no debe concluir en el simple conocer. Invariablemente exige valoraciones concienzudas de la existencia a partir  de lo que expresa y del suceso mismo de incursionar en mundos artísticos y hacerlos parte del uno individual y social.
La literatura es una no ficción; sin embargo, no es una verdad, sus límites se diluyen cuando se confronta seriamente con la percepción de la realidad. Una obra literaria no se vivencia, no la podemos convertir en una realidad tangible, no fue gestada para eso; pero encuentra en lo real su referencia, su apoyo, su razón de pervivir en la insondable línea intermedia de la verdad y la ficción.
El mundo perceptible, fáctico, se caracteriza por la batahola de impulsos y expresiones desordenadas que la dinámica del trabajo creativo y la convivencia humana configuran como creíbles y rutinarias, no existe una afinidad u orientación expresa y planeada para la mayoría de los acontecimientos comunes.
El arte de la escritura tiene como objetivo (re)construir universos donde las emisiones motivacionales aparezcan en aparente desorden, pero que en realidad mantengan o el concierto previsto por el autor o la opción de que el lector lo reintegre con mayor o menor esfuerzo, para trascender el universo real cosificado. A la vez, la literatura conlleva su propia inercia y se supera y multiplica en cada lectura y en cada análisis en medio de la ambigüedad de sentidos y emisiones psíquicas y emocionales indefinidas.
Reitero el carácter polisémico de la creación literaria: imita la funcionalidad del universo, codifica para ser decodificada según las posibilidades o limitantes de cada persona, y origina a su vez una funcionalidad plural y diferente en cada caso interpretador. De alguna forma, la literatura permite una reorganización del mundo, un replanteamiento, y abre el camino para el cambio de mentalidades caóticas.
La suma de variantes literarias ejemplifican el paralelismo entre vida real y no ficción; en otras palabras, los textos escritos que llamamos literarios mantienen su dominio al borde y en la continuidad de la fantasía probable y la objetividad improbable. Cuando se inventa un hecho literario, a pesar de que tal no sea tangible, la imitación efectuada le proporciona autonomía y dinámica propias, para transferirlo como verdad, una verdad verosímil, semejante, complementaria de la realidad, una verdad literaria.
Todo lo escrito en este tópico del arte es susceptible de ser válido, aunque imposible de reproducir con exactitud en la vida material; sin embargo, dentro de su conformación, hasta donde sus límites ficticios le marcan, nos denuncia una verdad. Lo narrado, lo lírico, lo dramático, son una posibilidad de ocurrencia en el cosmos literario: un asentamiento categórico afirmado intrínsecamente y avalado por una realidad fáctica, existen, son verdad no tangible.
La función de la palabra escrita es preservar, la escritura nos permite inventar una lógica, acontecer una fantasía, registrar las emociones y compartirlas; le proporciona existencia a lo inasible: los sentimientos, los sueños, los anhelos, los temores, las quimeras, las elucubraciones mentales, etc. Mientras tanto, los eventos no registrados están condenados a desaparecer, a no existir, a no ser verdad.
La literatura es la guardiana de las esferas de la realidad aprehensible e inaprehensible, una inventada y convertida en significados; otra, acontecida, transformada en invento significante campea y domina el terreno de los hechos reales y no ficticios, por lo mismo es la forma por excelencia de dar fe de una realidad codificada y de una realidad divergente, multiforme, desorganizada, que obtendrá su certificado de autenticidad en tanto el genio, el escritor, se ocupe de registrarla, convirtiéndola en lo primero, en una realidad codificada mediante la palabra y su impulso creativo. Siempre bajo la sujeción de la multiplicidad de emisiones y captaciones posibles.
Consideremos ahora el término "no ficción", usado aquí. Hay la posible connotación diferencial de una expresa contrariedad entre vocablos. Por lo menos nos puede llevar a confusiones, pero esa determinante es sólo una base de primera instancia, la imagen de la primera carga significativa de las palabras. Esta posible alteración del significado se utiliza con el intento de clarificar los espacios donde vive la literatura, se requiere dejar por entendido el vínculo existente entre lo que no pertenece a las posibilidades de ser ejecutado del mundo y aquello concluido como posible, en tanto se acerca a su realización.
Decir "no ficticio" tiene subyacente calidad de real, aunque no lo sea. Precisando, es el término ínclito, inalienable de la literatura, de la cual no podemos inferir virtudes de falacia total, pues proviene de un mundo, el individual autoral; interpreta a otro, el material o sensorial; y crea otro, el literario no ficticio. Por lógica, una obra tal no es la misma siempre, no es idéntica de ayer a hoy, mucho menos será igual en el reflejo de la realidad a la mente del escritor, a la escritura inicial de la concreción del ideal plasmado, al producto final. En cada etapa, la obra evolucionó, cambió, hasta ocultó, asesinó, ahogó, a las "otras" obras que pierden la susceptibilidad de ser, cuando la que resulta escrita ya es.
No se usa, para el caso, "no mentira" por su falibilidad más peligrosa que la otra expresión; "no mentira" reconoce el valor intencional del engaño implícito en la obra escrita. La obra literaria no miente, simplemente porque no puede mentir. Es digamos, uno de los dogmas (también los hay) de la literatura, de cualquier modo un dogma inocuo.
La literatura tiene la virtud de aproximarnos las cosas, las identidades, las presencias de los demás; de hacernos omnisapientes, halaga al súper ego pero lo compromete. Este es uno de los secretos por el cual el discurso literario nos arrastra y fabrica entidades disímbolas o afines a la nuestra. Sin conocer a nadie ex profeso, la literariedad consiente a todos: seduce a los morbosos, zarandea a los histéricos, avergüenza a los hipócritas, envalentona a los pusilánimes, mesura a los indiferentes, escandaliza a los críticos, proyecta a los extrovertidos, pasea a los aventureros, cornamenta a los románticos, hace factibles nuestras fantasías.
La literatura no escapa de la gran creación. Formar parte del gran poema universal, refleja una percepción, un mundo interpretado y una ubicuidad comprometida con el destino inexorable, aunada al compromiso de la vocación, de esa casi exigencia vital que representa suspender el ente físico, mental y carnal en un contorno literario.
Así plantea un ejercicio de habilidad retroactiva, adentra al lector a su experiencia bifurcada que expresa aquello estático en el tiempo y aquello vaporoso y accesible sólo en la fantasía del autor, para el caso, el poeta; ejemplo de una invención personal con el cariz de empatía atemporal, una de las virtudes necesarias para la permanencia y aceptación sempiterna de la reconstrucción de mundos líricos. Como en ocasiones una propuesta literaria se convierte en un reto mediante la asimilación de su discurso, el requerimiento de otorgarle un análisis y una continuidad evaluadora a los procesos y características de la bella escritura, se convierte en un imperativo.
Un ser no comparte su identidad sin la consabida idea arbitraria que le caracteriza, pues al exponer una presencia individual, aconseja o plasma reglas de conducta cognitiva para el oficio del literato, la coparticipación social y los comunes denominadores ostentados en cuanto humanos, hacen válida y legible tal individualidad, de otro modo, el vacío de lo fatuo y la incongruencia entre autor y lector, anularían el proceso lírico, lo disolverían en el mar de las confusiones e incomunicaciones.
Las señales emitidas por un “elaborador” de literatura, evidentemente pueden no ser para que todos las decodifiquemos. Aún así, su sola presencia en el ámbito poético, dotan al estilo, a la expresión, a la estética contenida en sus líneas, de una congruencia  y una intriga a la vez. Ambas compiladas para rearmar nuestro conocimiento acerca de los universos a los cuales nos aproximamos en el diálogo con el poeta: el lingüístico, el semiótico, el social, el personal, el real y el inventado. Cuanto mejor vinculemos el entendimiento que del cosmos tenemos y nuestra sensibilidad con los sectores poéticos edificados en la obra, mejor apreciaremos con conocimiento de causa, al hombre creador y a la cosa creada.
En el poeta existe una unidad poética, unidad que se dispersa bajo la interpretación del lector, pero igual sin teorías o esquemas, su "no ficción" llega al esclarecimiento cuando predominan las deducciones personales. No es sólo una libre interpretación, de hecho es un compartir el prejuicio, conocimiento, atadura o libertad entre la emisión poética y el posible lector.
El acercamiento a través del tiempo y del espacio entre la voz lírica que invade la calma y el receptor convierten la realidad del poema y la del lector en una. El tiempo no es más una línea y el espacio carece de importancia, dentro de la experiencia, amontonándose alrededor de ella para facilitar la comprensión contextual.
No sabemos si el flujo de símbolos líricos sea captado con plenitud y totalidad, es difícil empresa, pero la conjunción de los elementos de la poesía, su decodificación y ordenamiento dentro de las posibilidades del sujeto, son un paso claro de análisis del hecho. El guía literario es una dádiva implícita en el poema.
La literatura nos aproxima el objeto, desde aquel en el que podemos cimentar nuestra comprensión del texto, hasta el que descubre o sugiere al menos nuestra propia identidad, hurgando en el sentimiento íntimo y aflorándolo, explotando nuestra terrenalidad. La mentira, en la que participamos gozosos, es ahora una realidad aprehendida. Por ejemplo, todos lo hemos testificado e interactuado en la aventura amorosa, vivencial y poética, desdoblando la presencia física y vinculando el conocimiento y el sentimiento propios con la situación descrita por el poeta, situación que ahora nos pertenece.
Por eso la literatura escinde y comparte a autor, obra y lector, su realidad significadora se enriquece y modifica constantemente gracias a la aproximación poeta-hombre. La figura poética, en su pleno lirismo, se traduce en finitud humana, en carne, en la estética del poema y en la mística del erotismo. Experiencia que se sucede y reencuentra dentro de la poesía. Una eroticidad que armamos y comprendemos en tanto mortales, lo que nos impulsa -como al poeta- hacia la necesidad de la unción divina. 
El resultado es un hombre poeta, comprometido con la situación sociopolítica del momento histórico. Cabe preguntarse el porcentaje estimativo de dominio de una faceta sobre otra, cuando las actividades del personaje se diversifican y unas se ponderan sobre la base de una importancia y trascendencia probada, en mi opinión siempre relativa; destacar al hombre pasional por encima de cualquier rasgo diferente, integradores todos de la compleja identidad de un ser humano, parcializa el entendimiento y desacredita la interpretación cercana que del sujeto en cuestión se haga. Otro caso es el de interpretar su vigencia y trascendencia en la vida cultural de la humanidad a través de uno de sus roles, para que ese conducto nos lleve a la conformación de su personalidad total.
Digno lírico es aquel que se impone a las circunstancias adversas que los intereses mezquinos edifican, al difícil compromiso de profesar una creencia y equilibrarla con el arte, a su involución y cuestionamiento constante como hombre y al inconmensurable universo de la inspiración, siempre grato pero siempre desdeñoso y desordenado. El hombre encontró, siendo poeta, la línea de equilibrio y la vía de la conciliación común, el arte, la fe y la sociedad.
Ciertamente el poeta tiene una faceta que lo somete al rol de corresponder a una realidad prefijada por el status quo, mas su espíritu inquieto encuentra la forma de manifestarse.
El mínimo valor otorgado para el reconocimiento perenne es que día a día, lector tras lector, en su individualidad, a su entender, la creación de la genialidad puede ser redescubierta, reinterpretada, llevada a la introspección, a los prejuicios de la persona, desmembrada y hecha palabra y sentimiento del nuevo autor: el que lee.
De tal suerte se modifica el poema y con él la iniciativa del primero que lo escribió. Obsérvese que la concepción lírica y erótica, el hijo literario nacido de las entrañas cognitivas y sensoriales, se diversifica, se multiplica y es uno y miles a la vez, todos y uno perfectamente dignos y conocibles para los que comparten la característica de saberse humanos.
El poema entonces no cabe en moldes, le mortifican los esquemas y los elementos con los que se pretende diseccionar, siguiendo la objetivada incongruencia de normas ajenas a la verdadera esencia de la voluntad que ejercita sus límites mediante la imaginación. El hombre entonces, tampoco es un molde donde las interpretaciones ajenas tengan por necesidad que concordar con su genio.
La valiosa aportación del escritor al mundo social es un canto desesperado por decir “humanidad” como todos los cantos, a la vez que alegre y reconfortante.
El hombre, entonces, ha sido plasmado en la propia obra poética, añadiéndole la anhelada trascendencia humana que todo artista propone para su trabajo. Es por eso que no podemos ver al poeta como un hombre accidental únicamente, ni a su poesía como un catecismo dogmático. Si él y la poesía han permanecido a través del tiempo, se debe a que introspeccionan en nuestro ser mudable y corrompible con elementos eternos y constantes. Se debe a que no es sacro o profano sino hombre en búsqueda de su perennidad escondida o irremediablemente perdida. Se debe a que es el poema de todos y para todos.

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