Por: Gustavo Santillán
Tierra de magia y memoria,
de antigüedad y eternidad, universo de símbolos y mundo de misterios, pasado
prehispánico y presente conflictivo, Chiapas posee no solamente un atractivo
turístico sino un encanto mítico. Extremo sur de México, es el punto norte de
la brújula simbólica de nuestro país. La historia de Chiapas es un pasado hecho
más de continuidad que de ruptura, caracterizado más por la violencia que por
la revolución. Sus gobernantes han sido con suma frecuencia sus más tristes expoliadores.
Desde la Ciudad de México el estado ha sido visto con desdén e ignorancia.
Pareciera ser simplemente un rincón del país, la frontera no solamente hacia el
sur sino hacia el silencio. Hoy sabemos después no tanto de la violencia como
de la voz de sus habitantes, que el pasado indígena y la explotación mestiza,
la injusticia colonial y la utilización moderna subsisten en esa tierra de luz
y agua, de vestigios y vergüenzas, pero también de pureza y plenitud.
Tierra de
contrastes y matices, Chiapas es un estado de la República donde la pobreza es
indisociable de la belleza. Los indios fueron despojados de sus tierras;
muchos, de sus vidas. A cambio recibieron muchas órdenes y algunas esperanzas. A
lo largo del tiempo han experimentado múltiples cambios y ninguna mejoría.
Asimismo, la belleza de su geografía y la hondura de sus tradiciones proporcionan
una experiencia tanto gozosa como dolorosa. La riqueza de los paisajes y la
pobreza de los hombres, la exuberancia de la geografía y la precariedad de la
vida, conforman un contraste no por cotidiano menos sorprendente: aquí la
mirada descubre al mismo tiempo la diversidad del mundo y la miseria del
hombre, la naturaleza siempre pródiga y la humanidad siempre avara.
Despojados de sus
costumbres, los indígenas padecieron la conquista española. Para ellos la
independencia fue únicamente una conquista mestiza. México rompió sus cadenas;
ellos conservaron las suyas. Sus desgracias son parte fundamental de nuestras
historias. No sólo estamos en deuda, sino que es preciso aceptar que hemos
construido nuestro futuro subordinando su destino a nuestro porvenir. No se
trata de víctimizar a los indígenas, sino de reconocer que todos hemos sido
verdugos o cómplices. Fundamento del país y base de su cultura, levantarlos de
su postración implica ponernos de pie a nosotros mismos. Juntos y sólo juntos
podremos recuperar la dignidad perdida de todos los mexicanos a causa del
olvido y la discriminación.
II
San Cristóbal de
las Casas, la antigua Ciudad Real de Chiapas, se esconde en medio de las
montañas y muestra en medio de los hombres la capital indígena de México.
Destacan su catedral y sus cultos, sus hombres jóvenes de cultura antigua, sus
mujeres ancianas de memoria fresca. Sus templos son distintos a los del resto
de México y sus cultos son tan profundos como los de otras regiones de nuestro
país. En ellos el fervor no es una rutina, sino el cotidiano descubrimiento de
una íntima divinidad. Los indígenas buscan consuelo y muestran su fe, no
disimulan su tristeza y no ocultan su esperanza. Templos barrocos en un
presente precario, están construidos al mismo tiempo como fortalezas ante
posibles rebeliones y como espacios abiertos ante factibles conversiones. La conquista
de la fe fue posible gracias a la fe en la conquista.
San Cristóbal es
una ciudad de clima un tanto frío y ánimo matizadamente melancólico. La lluvia
cotidiana alterna con un sol ocasional. Muchos habitantes provienen de pueblos
cercanos, queriendo terminar con sus dolores profundos: el hambre y la pobreza.
Venden objetos hechos en sus comunidades o productos traídos de otras regiones.
De cualquier manera, buscan en el comercio su subsistencia: satisfacen
curiosidades turísticas y difícilmente admiten preguntas antropológicas. Están
cansados de la opresión inmemorial pero también de los libertadores urbanos. Su
drama exige la solidaridad, pero no admite la compasión. Orgullosos de sus
tradiciones no obstante sus carencias, quieren vivir mejor que en el pasado
pero no desean renunciar a su historia. En muchas ocasiones ignoran la riqueza
de su cultura, pero la viven con autenticidad y la defienden con intensidad.
San Cristóbal no es un museo etnológico, sino una cultura viva donde la miseria
no destruye la memoria y donde la esperanza no oculta la realidad.
San Cristóbal evoca
tanto la época de la conquista como la época de la colonia: la injusticia
perdura y el sometimiento todavía no acaba. El ideal del mestizaje aquí no fue
sino la realidad de la dominación de mexicanos mestizos hacia indígenas
mexicanos. Expulsado el español, no concluyó el avasallamiento. La catedral de
San Cristóbal no es un testimonio del pasado, sino la prefiguración de un
futuro: la lucha cotidiana contra la violencia expresada no solamente a través
de la explotación, sino también por medio del grito y la discriminación, del
desdén y la ignorancia. Los templos de la ciudad son tanto hermosas
construcciones del pasado como prometedoras constructoras del futuro. Aquí la
fe desde un principio fue no solamente cruz y evangelio, sino comprensión de la
realidad y compromiso con un ideal: el respeto al indígena es el respeto a
todos los hombres. La mirada autóctona muestra la terrible situación con más
eficacia que la palabra mestiza. Saber ver en esa mirada es tan valioso como
saber leer esa realidad.
III
El río Grijalva
surge en Guatemala y termina en el golfo de México. A lo largo de su trayecto,
el hombre ha construido presas y construido pueblos. Más que un testigo, es un
actor de la trama transparente de un mundo siempre en conflicto y, no obstante,
siempre en armonía. Viajero por sí mismo e inmóvil navegante, el Grijalva
recoge a lo largo de su trayecto no sólo agua y tierra, sino también sol y
viento. Es un caudal de contrastes. Es, asimismo, alimento fundamental de la
belleza chiapaneca.
Gran obra de aguas
y temblores, el Cañón del Sumidero es un accidente de la naturaleza que refleja
el destino del hombre: escabroso y profundo, amenazante y liberador, íntimo y
monumental. La presa de Chicoasen marca su fin, aunque el río Grijalva sigue su
trayecto. Poco a poco el río se vuelve un cañón y el cañón se transforma no en
un espectáculo sino en una experiencia: a pesar de las multitudes, en medio de
las aguas y al fondo de las cumbres, nuestra intimidad encuentra no tanto un
remanso o un espejo, como un temblor y una transparencia. Dimensionamos la
pequeñez de nuestros sueños y damos cuenta de la enormidad de nuestras
pesadillas. Intuimos que somos un pequeño mundo dentro del enorme universo del
polvo y la materia. Sabemos que todo lo que hagamos resulta mínimo ante todo lo
que vemos: la obra de siglos y silencios. A pesar de su encanto, el sumidero
sufre en su naturaleza: la contaminación. La basura se estanca en determinadas
zonas y el turismo recorre todos los rincones. No obstante, el cañón permanece
no como un monumento de la naturaleza sino como el lugar donde el agua y la
altura, la montaña y las riberas, las formas de la piedra y las corrientes de
los vientos, conforman un espacio diverso. Ahí, el alma se contempla y el
cuerpo se conmueve en la unidad profunda de la intimidad vital.
El río Usumacinta
marca parte de la frontera entre México y Guatemala, pero antes unía a una
misma civilización maya en ambas márgenes. La vegetación ha cubierto lo que el
hombre ha construido. Así como los hombres vuelven al polvo, los templos
retornan a la piedra: verdadero origen de nuestra civilización y compañera fiel
de los sueños más vigorosos de distintas las épocas. Las ruinas de Yaxchilán
son como las rocas originales del nacimiento del mundo y del origen del tiempo:
inmemoriales, un día fueron levantadas de la tierra y algunas de ellas
colocadas en las cimas de los templos. Las piedras verdes de Yaxchilán no
guardan misterios: presentan evidencias de glorias pasadas y muestran
conjeturas de derrumbes repentinos, de reyes invencibles y vegetaciones
indomables. El río Usumacinta es el eje vertebral de esta zona maya. Sus aguas
oscuras atestiguan recorridos antaño interminables y ahora intermitentes tanto
de los hombres por la selva como del tiempo por las civilizaciones de los
hombres. Reptiles y peces, algas y moluscos, constituyen la galaxia submarina
de esta vida transparente. Las márgenes no son menos poderosas que las
corrientes. Los monos aulladores siguen con su estentórea voz, que quizá no es
sino una taciturna esperanza de sobre vivencia. Los jaguares de los mitos mayas
ya son solamente parte de los mitos modernos. Su ausencia es tan poderosa como
lo fuera antaño su presencia.
Todo el estado de
Chiapas está marcado por el agua. Al este se encuentra con el océano Pacífico;
al sur, con el río Suchiate; al oeste, con el Usumacinta. El líquido
transparente define al estado y subraya al mismo tiempo su universalidad. El
agua es un fluido instante del interminable origen de nuestro mundo. Madre y
vientre, transparencia y movimiento, es la memoria de la naturaleza. Es el
verdadero Dios de lo viviente: está en todo y todo tiene su origen en ella. Cuando
el agua se detiene, aparece la ceniza. Fluye sin pausa hacia su destino sin
conclusión. Ceremonia circular, su pasado es su porvenir y su porvenir es su
presente. Nadie conoce mejor la tierra que el agua: es la conciencia cristalina
del polvo y el corazón transparente del cuerpo. Los hombres pueden construir
sueños y evadir pesadillas, pero no podrán dejar de ser, primero, agua con conciencia
y, después, ceniza con pasado.
0 comentarios