Pasión por El Quijote


PASIÓN POR EL QUIJOTE

Armando Alanís

  1. Cervantes versus don Quijote

No  conocemos  el  verdadero  rostro  del   autor   de  El   Quijote.   Los   retratos  –incluyendo el de Juan de Jáuregui– que han llegado hasta nosotros de aquel soldado de Urbina que, a los cincuenta y tantos y después de incontables vicisitudes, “erraba oscuro por su dura España” (Borges), corresponden, en realidad, a caballeros de la época cuya identidad no superó la prueba del tiempo. Sólo contamos, para hacernos una idea de la apariencia física del genial escritor, con el retrato hablado que hiciera él de sí mismo en el prólogo a sus Novelas Ejemplares: “Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos, mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros...” 
            A diferencia de lo que pasa con su creador, la apariencia física de don Quijote sí que la conocemos, pues se han encargado de plasmarla y contribuir a inmortalizarla los dibujos, grabados y pinturas de Doré, Daumier, Goya, Picasso, Dalí, Fernández Sastre y otros muchos artistas. Todo el mundo, aunque no haya leído El Quijote, recuerda cómo era –y sigue siendo después de cuatrocientos años– el singular personaje: alto, desgarbado, de rostro enjuto, ojos extraviados, bigote y barba requiriendo con urgencia un peine. Todos, hayamos o no leído la novela inmortal de Cervantes, hemos visto pasar muchas veces al Caballero de la Triste Figura, como lo bautizó el rústico pero agudo ingenio de Sancho Panza, el “mejor y más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante”, cuya obesa estampa también forma parte indeleble de nuestros recuerdos. Lo hemos visto enfundado en su maltrecha armadura, llevando en la cabeza una bacía de barbero que él, en su delirio, llama yelmo de Mambrino, y a lomos del flaco, melancólico y rijoso Rocinante (a pesar de su talante apaciguado, el rocín no es indiferente, como demuestra en algunos episodios, a las gracias de las yeguas querendonas).
            De don Quijote lo sabemos todo: sus preferencias gastronómicas, determinadas por su condición de hidalgo venido a menos (“salpicón las más noches”), sus amistades (el Cura y maese Nicolás, el Barbero, constituidos en censores, y el bachiller Sansón Carrasco), sus amores (la labradora Aldonza Lorenzo, transformada en Dulcinea del Toboso porque don Quijote necesita enamorarse de una bella dama a la cual dedicar sus hazañas caballerescas), sus abundantes lecturas, que lo hacían pasarse “las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio” (desde el Amadís de Gaula hasta Las lágrimas de Angélica y  La Galatea,  libro este último que “propone algo, y no concluye nada”, pero del cual “es menester esperar la segunda parte que promete”), y, desde luego, sus aventuras y desventuras, desde que decidió resucitar en sus tiempos la olvidada profesión de la caballería andante hasta el mesmo (no mismo, que no es lo mesmo, a despecho de algunos cervantistas, que se empeñan en “modernizar” algunos vocablos) momento de su fallecimiento, cuando, desengañado, pasa sus últimos días recluido en su casa, la razón recuperada y bajo los cuidados de su ama y su sobrina, y las continuas visitas de sus amigos y de Sancho Panza. Y sabemos que don Quijote, a causa de sus lecturas, perdió el juicio y anda por ahí deshaciendo agravios y enmendando tuertos. Es un idealista, un soñador que se da de golpes, una y otra vez, contra la áspera realidad. Pero no importa, porque todo lo malo que le sucede es obra de encantadores y malandrines. Él sigue adelante, siempre adelante.
            De la vida de Cervantes, en cambio, no tenemos más que noticias sueltas, muchas de ellas poco precisas. Tal inconveniente ha llevado a errores, como el que algunos cometen al pensar que Cervantes perdió el brazo izquierdo en la batalla de Lepanto, “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros”, cuando lo cierto es que le quedó inutilizada la mano.
            No sabemos en qué fecha nació, pero como fue bautizado en Alcalá de Henares el 9 de octubre de 1547, se piensa que pudo haber nacido el 29 de septiembre, día de San Miguel. Sabemos, recogiendo datos dispersos, que fue soldado, prisionero en Argel, comisario para el aprovisionamiento de la Armada y recaudador de tercios y alcabalas. Sostuvo un amorío con Ana Franca, con quien procreó una hija, pero desconocemos los pormenores de esa relación (tanto esa hija como las hermanas de don Miguel acostumbraban tener amantes, de los que recibían alguna paga en metálico). Se casó con Catalina de Salazar, dieciocho años menor que él, pero ignoramos si el matrimonio se llevaba bien o mal (parece que ella no quiso nunca salir del pueblo de Esquivias). Quizá porque sabemos tan poco sobre la vida de Cervantes, y porque a veces un personaje de ficción llega a estar más presente en la memoria de los lectores que su autor, fue que Unamuno afirmó que don Quijote era más real que Cervantes.
            De la trayectoria literaria del creador de la novela moderna, sabemos tan sólo que publicó el grueso de su obra tardíamente, después de llevar una vida intensa y aventurera. La Galatea aparece en 1585; sus Novelas Ejemplares en 1613; Viaje del Parnaso en 1614; Comedias y entremeses en 1615; la primera parte de El Quijote en 1605 (nuestro autor tenía 57 años de edad, lo que nos mueve a afirmar, con Dámaso Alonso, que este libro es el fruto de la experiencia de toda una vida), y la segunda en 1615, un año después de que se publicara el segundo tomo apócrifo de las aventuras de don Quijote, firmado por un tal Fernández de Avellaneda. Póstumamente se publicó el Persiles, el libro “más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto” (novela fallida que contiene algunas de las mejores páginas de Cervantes; pero hay que buscarlas con lupa). Al año siguiente de la publicación de la segunda parte de El Quijote, muere el novelista, el 23 de abril, justo la misma fecha –pero  en diferente calendario– en que también dejaba este mundo, en Stratford, Inglaterra, otro de los más grandes genios en la historia de la literatura: Shakespeare.
            Aunque Cervantes publicó sus libros en el último periodo de su vida, hizo sus pininos como escritor cuando era un joven estudiante. En 1569, publicó en una antología unos poemas dedicados a la reina Isabel de Valois. El antólogo, López de Hoyos, profesor del Estudio de Madrid, llama a Cervantes su “caro y amado discípulo”. Suponemos –volvemos a las suposiciones– que el profesor supo darse cuenta del talento de aquel muchacho.
            Pero mientras El Quijote se convertía en el best-seller de la época, se hacían varias ediciones y era traducido a otros idiomas, Cervantes desaparecía detrás de su famoso personaje. Cuando muere, es enterrado en un convento madrileño, amortajado en un modesto sayal.
Mientras tanto, don Quijote cabalgaba infatigable en la imaginación de sus millones y millones de admiradores. Y hasta la fecha.

  1. El sol en las bardas

El Quijote  no lo escribió Cervantes sino el misterioso historiador arábigo Cide Hamete Benengeli. Hallado por casualidad su manuscrito, en caracteres árabes, fue traducido al español por un moro que dominaba ambas lenguas y pasado en limpio por Cervantes –mero copista o amanuense–, quien se permite, de cuando en cuando, intercalar comentarios tanto del traductor como de él mismo. Así por ejemplo, leemos en el capítulo V de la segunda parte: “Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese, pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía…” Es la novela dentro de la novela dentro de la novela: una caja dentro de otra dentro de otra. Más aún: en la segunda parte, don Quijote y Sancho se topan con la novedad de que su historia ya ha sido llevada a la imprenta, y es leída y comentada por todos, y es tan clara, en opinión del bachiller Sansón Carrasco, “que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran”.
            En El Quijote hay de todo. Cuentos y novelas cortas, como la novela del “Curioso impertinente”, que se desarrolla en Florencia y que parece haber sido incluida en el libro con el único propósito de satisfacer la afición de los lectores de la época por los novellieri.  Poemas donde el autor demuestra ser un poeta, si no a la altura de Quevedo y Góngora, sí estimable y siempre ingenioso. Cartas, como la que don Quijote le envía a Dulcinea desde Sierra Morena: “Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, moguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera.” Ensayos, como el discurso que hace don Quijote de las armas y las letras en favor de las primeras, y hasta teoría literaria.
            El Quijote es una novela de aventuras, de amor (posible e imposible), de humor (las “simplicidades” de Sancho, dispersas a lo largo de todo el libro y entreveradas de refranes, que el diligente escudero dispara sin ton ni son, según le vienen a la memoria). Es una novela realista, idealista, costumbrista. A veces roza el género fantástico, como en el episodio de la cueva de Montesinos. Es un compendio de sabiduría, de agudas reflexiones, de sutilezas. Una galería de retratos humanos: los ricos, los humildes, los rústicos, los comerciantes, la gente del teatro, los venteros, las dueñas, las prostitutas, los curas, los letrados, los ladrones, los estudiantes. Un espejo de la vida en sociedad, tanto en las ciudades como en el campo. Es, finalmente, un libro donde lo mismo encontramos el lenguaje coloquial que el erudito, el de los magistrados así como el de los hidalgos y el de la gente del pueblo. El estilo es a veces rebuscado, a veces pintoresco, a veces retórico, a veces llano; siempre sabroso. Todos los temas, todos los tipos humanos, todos los oficios (o casi todos) están presentes, en mayor o menor medida, en este libro abarcador, en esta novela total, como diríamos hoy.
            El autor ha creado una multitud de personajes inolvidables, pero sobre todo dos: don Quijote, cuya locura consiste en creerse caballero andante que tiene como misión remediar las injusticias de este mundo, metiéndose en toda clase de enredos, y Sancho Panza, tan cándido y buenazo como socarrón e interesado. Desde que su amo se la promete, Sancho anhela con llegar a ser algún día gobernador de una ínsula… ¡y su anhelo acabará por materializarse! Don Quijote es el idealista y su escudero el que tiene los pies en la tierra. Pero conforme transcurre la historia, Sancho –Madariaga dixit– se va “quijotizando”. El campesino que todo el tiempo piensa en el provecho material que sacará de servir a aquel hidalgo, termina atrapado en la red de sueños y fantasías tejida por don Quijote. En el último capítulo, cuando su amo, en el lecho de muerte, renuncia a la profesión de caballero andante, y abomina de los libros de caballerías, Sancho le replica: “Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuesa merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.” Según Madariaga, don Quijote, a su vez, se “sanchifica”, pero no es muy justo afirmarlo. Lo que sucede es que don Quijote, al término de su vida, ha recobrado la razón. Ya no quiere ser caballero andante ni entregarse a la vida pastoril, como llegó a sugerir: ahora es, simplemente, Alonso Quijano el Bueno, un hombre cuerdo que se muere, rodeado de las gentes que lo quieren y estiman.
            ¿Cervantes –o Benengeli– escribió El Quijote para ridiculizar las novelas de caballerías, tan del gusto de los lectores de la época? Conviene señalar que nuestro autor, si bien critica acremente ese género de novelas, las había leído todas (como don Quijote, ni más ni menos, como el Cura y el Barbero). Y es que Cervantes no rechazaba los libros de caballerías como tales, sino la manera en que estaban escritos, sus excesos y disparates. Los encontraba inverosímiles y mal estructurados: “Pues ¿qué hermosura puede haber, o qué proporción de partes con el todo, y del todo con las partes, en un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide en dos mitades como si fuera de alfeñique, y que cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por sólo el valor de su fuerte brazo?”  Hay que apuntar que la verosimilitud que Cervantes pedía a una novela es un criterio literario que, después de cuatro siglos, sigue vigente.
            Una de las virtudes de una novela es su encanto, es decir, su capacidad de atrapar al lector dentro de sus páginas, de inducirlo a seguir las peripecias de los personajes como si fueran seres de carne y hueso con los que puede identificarse. En este sentido, El Quijote es una de las novelas más encantadoras que se hayan escrito, un triunfo de la imaginación, regocijante de principio a fin. Una novela que nos recuerda que, aunque a los seres humanos nos azoten innumerables desventuras y calamidades, aunque el mundo parezca naufragar, la esperanza se mantiene viva. Una novela que nos advierte que vale la pena mantenernos fieles a nuestros sueños, a nuestros ideales, por inalcanzables que parezcan. Como dice don Quijote al Bachiller, que tacha a Sancho Panza de crédulo por creer que podía ser verdad el gobierno de la mil veces prometida ínsula: “Aún hay sol en las bardas.”       

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